Aquel infierno llamado mili: La visita del general

Por si no lo sabéis, cuando uno termina el periodo de instrucción recibe un destino. Normalmente, éste está en función de la hoja de servicios, las aptitudes profesionales (estudios, habilidades, carnets en tu poder) y un extenso test de inteligencia que todo soldado debe cumplimentar para quedar bien registrado en los archivos del gobierno.

 

A mi me tocó, junto a otros tres compañeros de promoción, servir como ordenanza en el Cuartel General de la Base, además de ingresar en el Batallón de Ingenieros. Tener dos destinos simultáneos era un privilegio que, si se explotaba bien, me reportaría indudables ventajas aunque también no pocos inconvenientes. Por un lado, pensé que me libraría de la mayor parte de los servicios, cosa que resultó falsa. De hecho, hice más guardias que un farmacéutico, ya que a las que me correspondian como miembro del batallón tenía que sumar las faenas propias de mi puesto en el recinto donde vivían y trabajaban los altos mandos.

 

No obstante, mi contacto con los principales jefes de la base me permitió esquivar la mayor parte de los problemas con la oficialía del cuartel, y no digamos con los agüelos de mi barracón, además de actividades engorrosas como la limpieza de pucheros y cosas peores.

 

Mi estancia en el Cuartel General me permitió estar al tanto del ambientillo de las altas esferas militares. Un ambientillo donde se mezclaban la desidia, la incompetencia y la pereza de muchos mandos con la más estricta observancia del protocolo, las normas y la asombrosa profesionalidad de los verdaderos militares, algunos con larga tradición familiar.

 

El incidente más rocambolesco del que fuí partícipe en esos 7 meses fué sin duda la visita del general jefe de la brigada.

Ya había tenido la oportunidad de tratar con un general, aunque por teléfono, y os aseguro que no es moco de pavo. Para aquellos que no están familiarizados con la jerarquía castrense, baste decir que en los primeros meses de mili un simple capitán es para un desgraciado pelón el mayor de sus enemigos. Casi un dios, puesto que se depende de él para casi todo, para comer, para dormir, para beber –podías pasar horas al sol sin beber por el capricho de un capi sádico-, para salir y entrar del cuartel, para ver a la novia el fin de semana, para no acabar destrozado por la rutina gimnástica y los ejercicios marciales que ocupaban toda la jornada. Un capitán te puede humillar, te puede pegar una paliza si le da la gana, y no pasa absolutamente nada. Es el oficial responsable de tu instrucción, y los modos empleados por el famoso personaje de la primera parte de La chaqueta metálica no tienen nada de fantásticos.

 

Un miedo semejante al que yo le tenía a mi capitán era el que tenían los altos mandos de la base (comandantes, tenientes coroneles, etc) al general que venía a visitarlos de vez en cuando y que solía permanecer cortas temporadas habitando su lujoso chaletito en el interior de la base.

 

De ahí que la organización de su recepción fuera para todos ellos tema de capital importancia. Yo, como responsable de la prensa, el desayuno, la apertura de despachos, comunicaciones y no recuerdo que más cosas, tenía que tenerlo muy claro. Otro panoli de mi quinta, destinado a ser chófer del jefe de Estado Mayor, iba a pasarlas putas también ese dia.

 

Porque lo gracioso del ejército español –y luego me he dado cuenta de que en el mundo empresarial patrio pasa tres cuartos de lo mismo- es que, al final, las más cruciales tareas son confiadas a mequetrefes sin ninguna experiencia, y lo que es peor, esto es así porque quienes tienen la responsabilidad no quieren verse salpicados de manera directa en caso de metedura de pata.

 

Así que ahí nos veis a mi compi y a mi, más nerviosos que un pavo la víspera de Navidad, el uno teniendo que seguir al vehículo oficial del general en un jeep escolta, y a mi teniendo que preparar un mega desayuno a base de chocolate con churros –tiene cojones- para tan distinguido caballero y sus acompañantes y además cumplir con sus responsabilidades diarias como encargado del registro de documentos oficiales.

 

Lo cierto es que ambos chafamos el charco hasta la rodilla. Mi pobre colega perdió el coche del capitoste, que llegó desde Valencia a Bétera sin escolta, ante la desesperación de nuestros jefes, a los cuales aguardaba, digo yo, un consejo de guerra por tal torpeza.

 

Yo preparé el desayuno, tras una mañana de ardua búsqueda del cacharrito en cuestión, la harina, el cacao, por la cocina de los oficiales, pero salí a recoger y repartir la prensa y los documentos –algunos supuestamente secretos, los de la 2º sección, o sección de inteligencia- demasiado tarde. Tan tarde que a mi regreso la policia militar no me dejaba entrar de nuevo en el recinto. Por aquello de la seguridad, ya sabéis. El caso es que los mismos policias que me habian visto entrar allí durante semanas, y a los que por cierto, yo tenía la obligación de custodiarles las llaves de la verja, no se fiaban de mi, ahora que alojábamos al general, supongo que por si llevaba una bomba escondida en los gallumbos.

 

Al no entrar yo con los documentos, gran parte de la faena de comandantes y suboficiales del Estado Mayor quedaba paralizada, con la consiguiente bronca de mis superiores y el arresto sine die que me esperaba. Como asistente del jefe de ese mismo E.M, tampoco podría atender el teléfono ni vigilar su despacho mientras él trataba con su excelencia.

 

Había pues que entrar al cuartel como fuera, sin que me viera la P.M ni por supuesto, ningún oficial. No voy a contar lo que tuve que hacer para colarme, saltando muro, alambrada y demás, bici y documentos incluidos, sin ser visto.

 

Con una organización tan milimétrica de un evento como la que acabo de contar, ahora muchos comprenderán cómo pudo la ETA hacer saltar el coche de Carrero Blanco más alto que Sergei Bubka con un petardo en el culo.

 

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