Pánico nuclear

Japón vive sus horas más dramáticas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El fatal terremoto que ha asolado la costa noreste de la isla de Honshu y el posterior tsunami no sólo han provocado destrucción y multitud de desplazados que se han quedado sin hogar, además de los por ahora varios miles de muertos. A eso se suma un accidente nuclear que tiene visos de convertirse en el más grave de la Historia, superando incluso al de Chernobyl.

 Durante décadas se le echó en cara a los soviéticos el pésimo diseño de algunas de sus centrales, aquellas cuya misión era producir armas nucleares; en contraste con las llamadas “centrales autoestables” en las que las explosiones de gas radiactivo eran muy improbables debido precisamente a las estructuras de contención en las que se encerraba el reactor. Ahora, una de esas centrales autoestables, la de Fukushima, está a punto de liberar su mortal contenido gaseoso a la atmósfera. Si bien es cierto, los errores de Chernobyl fueron humanos –más que errores, violaciones conscientes del protocolo de seguridad- mientras que los problemas en Fukushima han sido causados por la impredecible Naturaleza.

 No obstante, se está exagerando mucho acerca de los efectos de una catástrofe nuclear. Conviene aclarar esto. Cualquier accidente de la industria química o petrolera, por ejemplo, tiene consecuencias tan dañinas para el medioambiente y quizá peores para la salud humana en lo que a víctimas mortales se refiere. Baste recordar lo sucedido en Bopal.

 El principal peligro de la fuga radiactiva radica en la incorporación de esas partículas a la cadena alimentaria, concretamente los isótopos de cesio y estroncio que se depositan en el suelo y son alimento para vegetales, insectos, y que de ahí pasan al ganado, y finalmente al hombre. Las muertes por radiación suelen afectar exclusivamente a los valientes liquidadores, encargados de atajar las averías y de refrigerar o enterrar, llegado el caso, el reactor. Descartados los liquidadores, no puede haber muchas más víctimas directas si se realiza una evacuación masiva y se crea una prudencial zona de exclusión.

 Pasado el tiempo, la vida vuelve a brotar en los alrededores, como atestiguan los parques naturales declarados en Bielorrusia y Ucrania, cuya exuberancia es fruto precisamente de la ausencia de presencia humana en el terreno afectado por el suceso de Chernobyl. Los estudios hechos a posteriori no permiten extraer conclusiones claras sobre el aumento de casos de cáncer debidos a la radiactividad. Es tan grande la cantidad de gente afectada por las nubes radiactivas –cientos de millones- que su impacto acaba siendo indetectable estadísticamente.

 Cierto es que el iodo liberado en las explosiones se adhiere a la glándula tiroides. Este peligro puede prevenirse medicándose. Pero a largo plazo la radiactividad transportada por el viento se diluye en áreas extensísimas. Queda el daño hecho por el estroncio y el cesio sedimentados a la agricultura y la ganadería. Éste es el principal resultado de las catástrofes nucleares. Y no es muy distinto a la contaminación por dioxinas producto de la incineración de plásticos.

 Cientos de granjas y explotaciones tendrán que vigilar y probablemente restringir su producción durante décadas. Quizá en los próximos 50 años Japón tenga que importar esos productos y casi todo su territorio metropolitano quede bajo sospecha. Lo mismo le ocurrirá a los países vecinos del Oeste, demasiado próximos. Volvemos al viejo debate sobre la conveniencia de la energía nuclear, muy costosa en términos humanos y medioambientales. En los años cincuenta del siglo XX se proyectaron plantas submarinas que seguramente sí hubieran resistido el terremoto. Por qué no se planifican depósitos de boro que neutralicen los escapes en caso de emergencia sin que tengan que intervenir los liquidadores es otro interrogante que tiene la misma respuesta: las centrales nucleares son un negocio y un incremento semejante en la seguridad encarece enormemente el coste del kilowatio. Enterrar los reactores de Fukushima costará mil millones de euros, tal vez más. Los diseñadores de Fukushima la prepararon para seísmos de hasta 7,5 grados. Al final se trata de un cálculo de probabilidades. Decidieron ahorrarse esos mil millones en seguridad pensando en la improbabilidad de lo que finalmente ha ocurrido. Pensemos que no es la única planta nuclear de Japón y que de nada sirve proteger una si las demás son vulnerables.

 Renunciar a la energía nuclear en Europa me parece un disparate. Francia, por ejemplo, obtiene cerca del 80% de su electricidad de esta manera. Queda el tema del armamento. Cualquier avería en un submarino de alcance global plantea dilemas parecidos. Hay que seguir investigando. Hay que informar a la población, sin manipulaciones. Tenemos que estar dispuestos a afrontar los riesgos, igual que asumimos los vertidos en los ríos, las fugas de cloro, los chapapotes. Mientras seguimos ampliando la utilización de energías limpias y renovables.

 Otra opción es renunciar a la civilización.

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