Aquel infierno llamado mili: Monsters

Tengo que advertir a los menores de 30 tacos de que el vocabulario militar incluye también una serie de palabrejas que los soldados de reemplazo íbamos inventando sobre la marcha e incorporando al rico léxico castrense.

 

Monster es una de esas palabrejas. ¿Y qué coño es un monster, os preguntaréis? pues precisamente aquello en lo que uno se convierte, nada más comenzar su servicio militar. Agüelos, padracos, pollos, monsters… esa era la fauna del complejo submundo miliko, estratificada por antigüedad. Y en un cuartel, como en cualquier otro entorno social, la antigüedad es un grado.

 

El monster se caracteriza por su torpeza, su ingenuidad, su desconocimiento de las normas y de las lealtades, su enorme tendencia a meter la gamba y acabar arrestado el fin de semana, condenado a fregar retretes; en definitiva por su irresistible naturaleza de pardillo, frente a la cual los veteranos solo pueden adoptar dos actitudes: la protección o la explotación.

 

Inmediatamente después del periodo previo de instrucción (que suele ser de uno o dos meses), en el que el monster está a salvo de la mayor parte de las humillaciones de sus compañeros aunque no de las de algún oficial sádico, se asciende a pollo, y es en este estadio de su evolución, cuando el soldado empieza a experimentar en sus carnes las actitudes de sus colegas veteranos antes mencionadas.

 

Convenía espabilar si no deseábamos vivir un infierno de bromas pesadas y servidumbre. Imagináos el careto del suboficial que manda a formar por la mañana y se encuentra a ese tontaina descalzo, con la cara cubierta de espuma de afeitar y una expresión de “por qué me tenía que tocar a mi” en el semblante. El suboficial, que quizá en su dia ya viviera gracias similares, se suma a la chanza y le impreca:

 

-Te quiero ver calzado antes de dos minutos.

 

-Me han robado las botas, mi sargento –decía con voz temblorosa el panoli en cuestión.

 

-Pues te pintas otras.

 

Oyéndose de fondo el cachondeo de los bromistas, por cierto, no reprimido por el suboficial. Al final, por aquello de que el robo estaba duramente castigado por la oficialía, el chaval acababa enterándose del escondrijo donde reposaban las suyas, y asunto resuelto. Pero claro, el mal trago y las risitas ya las tenía a la espalda.

 

Los monsters, sin embargo, también se resarcían cuando podían. Al ser los últimos en la “escala social”, sus víctimas eran, naturalmente, otros monsters. En la formación de la mañana, antes de que el jefe del batallón ordenara silencio por respeto a la bandera, iban borboteando sonoros cuescos en diferentes puntos de las apretadas filas, que transmitían sus repugnantes efluvios según soplara el viento ese dia.

Aún había chavales a los que estos pedos pillaban desprevenidos que tenían el estoicismo de decir:

 

-Yo me lo he comío tó, y los de atrás han ido picoteando.

 

También era frecuente pegarse unos bailes en plena noche, en ausencia del capitán, cuando había que formar antes de irse a la cama al son del toque de retreta. Evidentemente, de estar presente algún mando, a los marchosos se les habría caído el pelo.

 

Los monsters, por regla general, solían hacer pequeñas pandillas y, a la larga, se protegían unos a otros. Aún así, en cada compañía solía haber unos cuantos delicuentes comunes que era mejor evitar. La camaradería y el “hoy por ti, mañana por mi” eran la solución más sensata, pues nadie estaba a salvo de cualquier putada, máxime si la putada la organizaban los superiores.

 

De estas putadas os hablaré más adelante.

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